Irte a una playa más apartada - aunque quizás no sea la mejor - para no pelear por conquistar tu espacio y aislarte de los domingueros de entresemana.
Extender tu toalla y sentarte para quitarte la ropa porque te da vergüenza desnudarte (incluso cuando tenías un cuerpo para hacerlo a los 20 años. Ahora me doy cuenta. Lo que son las inseguridades...).
Quedarte abrazando las rodillas y mirar el horizonte un buen rato, en un intento de abarcarlo todo. Levantarte las gafas de sol un instante (aunque no debes, por la fotofobia) para impregnarte de los colores brillantes y la luz intensa que inunda cada rincón.
Acompasar tu respiración con los sonidos del mar.
Sacas la protección solar (para la cara) y el bronceador (para el cuerpo) y le dedicas unos minutos.
Sacas la protección solar (para la cara) y el bronceador (para el cuerpo) y le dedicas unos minutos.
En algún momento decides ponerte los auriculares con tu música (que siempre te acompaña) para aislarte de lo que te preocupa. En algún momento decides tumbarte con los brazos a lo largo del cuerpo y las piernas dobladas, tras dejar las gafas de sol en tu cesta.
Y en ese mágico momento, en el que tu cuerpo se adapta a la arena con los ojos cerrados, sientes como el sol te bendice con su calor y te sientes viva. Y sonríes.
El tiempo se detiene.
El tiempo pasa.
Pierdes la noción del mismo, solo recuperada por las canciones que suenan.
El tiempo pasa.
Pierdes la noción del mismo, solo recuperada por las canciones que suenan.
Dejas escapar una mano fuera de la toalla y jugueteas con la arena caliente entre tus dedos, haciendo dibujos imposibles y efímeros.
Cambias de postura periódicamente porque te duele la espalda. Te duele la cadera. Te duelen los hombros.